miércoles, 27 de junio de 2018

España, el milagro exorcizado (III)*

Mario Rodríguez Pantoja

A mediados de 2006, cuando en las Cortes españolas se presentó a debate un anteproyecto de ley sobre reconocimiento y derechos de las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura franquista, la representación del Partido Popular recordó que en 1977 se había aprobado una Ley de Amnistía según la cual los delitos cometidos antes de diciembre de 1976 por agentes del Orden Público en calidad de tales, quedaban extinguidos. A continuación la prensa afín a los Populares insistiría en lo irresponsable que era remover el tema de los fusilamientos, las fosas comunes, los muertos sin identificar, porque en este país el tránsito a la democracia se había alcanzado gracias a la reconciliación y olvido mayoritariamente consentido de esas zonas del pasado que terminaron recogidas en la ley sobre Memoria Histórica aprobada por el Parlamento en 2007.

De algún modo la derecha política y mediática no está del todo errada a este respecto. En una encuesta realizada por el diario Cambio 16 en el verano de 1983, el 73 por ciento de los encuestados respondió que la Guerra Civil era una época vergonzosa de la historia que preferirían olvidar, dato del que podría deducirse, como interpreta el profesor Walter Bernecker, que la política de silencio y olvido que condicionó la Transición contó con un soporte social considerable. Por otra parte, las fuerzas opositoras a las que se les otorgó la legalización concedieron al ala reformista de la dictadura mucho más que mero silencio.

El ejército, la policía y la judicatura franquistas apenas sufrieron modificaciones después de demolido el régimen de Franco. Algunos de ellos sólo cambiaron de nombre o vestuario. Gonzalo Wilhelmi considera que estos intocados aparatos de poder fueron actores determinantes del teatro de la Transición. Ya antes del primer Gobierno de Adolfo Suárez, el SECED había cooperado como tramoyista ayudando en la fabricación de un nuevo PSOE, moderado, o en el fomento de grupos paramilitares como el Batallón Vasco Español o los Guerrilleros de Cristo Rey, enfilados contra el republicanismo, el nacionalismo secesionista y determinadas vertientes del comunismo, que exigían la disolución de los órganos de poder ya mencionados o que al menos se les renovase profundamente. Como síntoma de la invariancia del Estado heredado por los “demócratas” de UCD puede citarse el que la amnistía de 1977 no impidiese que la Audiencia Nacional, sucesora del Tribunal de Orden Público (TOP), continuara durante un tiempo instruyendo y juzgando causas abiertas por este último contra opositores al régimen dictatorial, y que tanto el SECED como la Policía Armada, rebautizadas CESID y Policía Nacional respectivamente, aportaran a la democracia española una interminable lista de torturadores y expertos en guerra sucia -la Benemérita obsequió al nuevo sistema con pájaros de idéntica ralea pero sin cambiar siquiera su denominación de siempre-. Baste recordar los nombres de Roberto Conesa, José Antonio González Pacheco, Manuel Ballesteros, José Martínez Torres, Juan Antonio González García y José Manuel Matute, para hacernos idea de la sordidez con que suele amasarse el progreso de una nación.

Con la maquinaria estatal del franquismo no sólo comulgó el PSOE de Felipe González, sino también el bien organizado y numerosamente importante PCE de Santiago Carrillo, que por las concesiones que hizo a los reformistas del régimen, en poco más de dos lustros pasaría a ser una fuerza políticamente insignificante. Pero en el momento de la Transición se le necesitaba y el PCE de Carrillo no se hizo de rogar. No en vano mereció los elogios del ministro de Interior Rodolfo Martín Villa, falangista reciclado de amplísimo historial. Recuerdo ahora que en una charla con lectores de el diario El Mundo, Alfredo Grimaldos citaba al abogado monárquico Joaquín Satrústegui que en 1973 escribía: “Hay que domeñar, a costa de lo que sea, a los comunistas sobre todo, y, más importante aún, hay que integrar a sus dirigentes en nuestro proyecto, para que sean ellos mismos los que controlen y eviten la violencia de las huelgas y de las revueltas estudiantiles, sobre las que tienen gran autoridad e influencia. Hay que evitar a toda costa que se proclame la República de nuevo”. Decía Grimaldos que Carrillo se lo aprendió a la perfección.

*Publicado originalmente en Certezas de la incetidumbre (23/03/2013)